De siempre había fantaseado con la idea de asistir a un cambio esencial en el mundo, en Europa, en España, antes de enfilar el camino al otro barrio. A partir de los 50, perdí la esperanza. Pero tengo la impresión de que, quizás, ahora se está gestando algo grande.
Siento como el retumbar de unos lejanos truenos y, mirando al cielo político y económico, creo advertir nubarrones que, a lo mejor, devienen en tormenta.
Todo el mundo lo dice y lo piensa, esto no puede seguir así. Pero hace falta algo más que presentimientos para que la sociedad abandone su letargo y se ponga en marcha. Los indignados del 15M, lo vi el primer día, no harían nada: ni tenían programa ni líderes ni hoja de ruta. Sólo verlos moviendo las manos de aquella manera tan simplona, ya se podía concluir que no eran un movimiento revolucionario.
Los movimientos revolucionarios se alzan con fuerza huracanada, provocan resquebrajamientos inmediatos en la estructura social, conducen inevitablemente a la violencia, asustan a todo el mundo, en especial a quienes se atisban como sus protagonistas. Pero no, de momento, no hay nada de eso en España. Sólo un lejano y muy ligero retumbar.
Lo más triste es el sufrimiento de la gente a la que arrastran los movimientos revolucionarios. En España, millones de personas están con el agua al cuello: el otro día apareció en un programa televisivo una mujer, con tres niños pequeños y con madre y abuela a su cargo, a la que habían echado a la calle en Madrid. Una familia noruega vio el programa y se ofreció a ayudar a esa mujer: ella dice que son sus «ángeles de la guarda». A mí me da vergüenza que eso pase en España. ¿Cómo es posible que se permita que seis personas sean desalojadas por la policía por no pagar una mierda de hipoteca? Pues pasa, y cada día. ¿Se podrà reprochar a esa mujer y a sus hijos que salgan a la calle a linchar a tanto mamón como anda por ahí?